lunes, 16 de mayo de 2011

IN-MEMORIAL (I)

Una escultura de Florencio Maíllo en la Sierra de Francia
2006

Rodríguez de la Flor, Fernando. IN-MEMORIAL. FLORENCIO MAÍLLO. Editorial Delirio, S.L. 2006. 62 págs.
I.S.B.N.: 978-84-935347-0-7.








“Arduos filos verticales”
Gerardo Diego

[I]
¿Qué es, en su línea más general, lo inmemorial, podríamos preguntarnos, y contestar enseguida que es el signo y el monumento bajo lo que se presenta, tomando forma, “aquello que no puede (ni aun debe) olvidarse”. Es lo que retorna y recae del ayer sobre nuestro tiempo. Pues aquello que no debe olvidarse es, siempre, el origen y la matriz de lo que ahora es y existe.
Lo inmemorial es de este modo una representación; la señal –materializada; expresivamente física– de una reviviscencia, de un mundo afectivo que se presenta súbita e intempestivamente hasta el presente –un ahora amplificado–, configurando en él una memoria de la actualidad, la cual deja en el relieve de su trazo fuerte la constancia de que las cosas han sido lo que han sido, y puesto que, en efecto, han tenido cumplimiento y existencia, de algún modo no pueden (y no deben) dejar de tenerla: están activas y presentes en el hoy de su evocación.
Una nota debe destacarse en este IN-MEMORIAL del que pronto hablaremos,  y cuyo concepto situamos aquí como la obertura que debe dar paso discursivo y hasta teórico a lo que es un singular hecho artístico, y que es el que de verdad configura el horizonte final al que estas páginas tienden (fingiendo para ello la pretensión de que ellas mismas no fueran sino una écfrasis; vale decir: un intento de descripción en  la materia verbal de la obra plástica).
La persistencia en la memoria, el recuerdo objetualizado y cosificado que se encierra como en un cofre en la estructura misma de un memorial erigido es con mucho más potente y de  más fecunda y pertinaz significación cuanto más vasta y más extensa en todos los sentidos alcance a ser su evocación en masa a la reminiscencia. Lo que equivale a decir: cuánto más mundo mueva, y cuanto más firmemente (y para más observadores) instale y erija en el presente la latencia de un pasado, que así se resiste  al generalizado mandato de olvido, que sabemos hoy pesa sobre el mundo y sobre las cosas del mundo en la era del capitalismo avanzado.
Voluntad de recordar el deber de no olvidar. He aquí la primera cifra para abrir la “caja fuerte” de este objeto que todavía no hemos alcanzado a describir, y cuya enigmática naturaleza demanda de nosotros una palabra que dé alguna cuenta de la razón de su existencia.
No se trata pues, en modo alguno, en este caso al que nos acercamos, de un avatar más de sólo la memoria personal embarcada en la empresa de un capriccio particular, lo cual produciría, al cabo, un gesto finalmente débil. Al contrario, lo inmemorial es, por definición, lo colectivo, contiene una referencia arcaísta que remonta las genealogías, y de todas formas se presenta también como hecho telúrico hondamente enraizado en los estratos últimos del territorio y de las vivencias que organizan el légamo de fondo donde se asientan las colectividades (cualesquiera que éstas sean).
Y todo eso antes de llegado el momento en que aquellos mundos de los que lo inmemorial habla se deshagan y dispersen en la moderna diáspora de lo global. Pues es el pasado el que hoy nos parece lo más amenazado de todo cuanto existe, y es inevitable su desaparición y olvido en la medida misma en que el presente no sepa reconocerlo, y más que ello, evocarlo, haciéndolo significar en este su momento, el tiempo para el cual, y acaso sin saberlo, aquello que fue, trabajaba. De ahí la necesidad misma de desarrollos del imaginario y de vastos procesos y de operaciones simbólicas, que ofrecen el soporte de una memoria colectiva, que se aferrará  a ellos ciertamente como el lugar exclusivo de su futura salvación en la escena evanescente del recuerdo compartido y común.
 El In–Memorial, como puede verse, comienza entonces a configurarse como lo que en realidad es: un efecto de detención; lugar donde opera una dinámica de parálisis, tomando cuerpo en un objeto que busca congelar en el espacio real la más que fatal aceleración del tiempo y el discurrir alocado y precipitante de la historia, y él mismo se presenta como un in-móvil, como un fluido que de repente hubiera quedado galvanizado, súbitamente petrificado.
Y, acaso, ello también podríamos llegar a entenderlo como la cosificación de un impulso de vida que llega así a su cesación y cuya última y potente pulsación da paradójico testimonio de su existencia, si bien anulada (nihilificada por la muerte o desaparición), en todo caso, transcurrida; al cabo, y por ello mismo, presente en el poderoso campo de lo simbólico, del recuerdo y de la memoria que se dan como destino la inextinción.
De ahí, en cierto modo, le ha de venir al memorial su carácter siempre explícitamente constructivo, su voluntad de inercia y de estática; y, en suma, lo que despliega y supone de energía de instalación, afianzamiento y presencia para todo lo que, sino alcanza justo hoy, en el umbral y momento decisivo del ahora, su representación directa y poderosa, habrá entonces de dejarse fluir y, finalmente, autocondenarse a deshacerse y desaparecer. Cápsula entonces de un tiempo in–mortalizado, alrededor del cual todo lo demás se ha hundido. Y ahí aquí, también, condensado y latente, un sentimiento protectivo, ancilar. La columna supone entonces la efectuación de un gesto de resonancia arcaica y tribal; acción de la denominadas “apotropaicas”, o que condensan en torno a si fluidos de amparo, energías votivas, que de este modo se alzan de la tierra al cielo, para establecer pactos o alianzas no expresas, o para detener incluso males e implorar al destino para la salvaguarda y el resguardo de todo aquello sobre lo que ejerce su dominio visual. Como lo narrativiza el poeta Rafael Pérez Estrada en un bello fragmento:
Durante los treinta años de su tiranía, el déspota impone a sus súbditos una extraña obligación: alzar columnas. De este modo, con premios y castigos, montes y valles quedan sembrados de ejes marmóreos, cuya única misión es protegernos de la cólera de los dioses. Los dioses son mis aliados –proclama el gobernante una amanecer– y baastará destruir estas columnas para que su ira caiga sobre vosotros. (Los oficios del Sueño)

El IN-MEMORIAL, intentamos decir, es un gesto de afirmación de resonancia antigua, y alcanza una primera y primitiva raíz totémica de la que nunca se verá exonerado: es un hecho en sí mismo que expresa, no sólo una pérdida en transcurso, sino y sobre todo, una melancolía y una nostalgia que ya no ha de ser curada. Pues en el gesto de su duración y de su entrega al futuro se inscribe una voluntad de persistencia en el duelo por lo que ha sido (y de cuya memoria, una vez más, acaso sólo pueda dar cuenta en cuanto mementum; vale decir: en cuanto monumento).

[II]
Volveremos a todo ello una vez que hayamos identificado con precisión el locus donde se asienta hoy uno de los más extraños –y a nuestros ojos más significativos– in-memoriales que cabe en estos tiempos encontrar en la geografía española, y que deberemos al artista plástico Florencio Maíllo (1962), cuya acción, en razón de su inusualidad misma (y de un efecto de extrañeza que le va aparejado), elude, tanto el hoy privilegiado circuito urbano de instalación la obra de arte (donde se suele alcanzar el privilegio del éxito y de la recepción de la mirada experta), como lo que es la alternativa a la radicación de la misma en un total y desnudo ámbito natural (y ese desplazamiento que apunta hacia el  land art acaso sea hoy la dirección canónica con que este arte expresivo del memorial hoy se autoriza por medio de la deconstrucción rigurosa de sus pretensiones).
En lo que es sin duda se debe leer como la toma de una decisión arriesgada, extremadamente personal, el artista elige en el medio de estas dos proposiciones un dominio de naturaleza mixto, intermedio, cruzado, sumamente ambiguo. Y, podríamos también añadir que peligroso, en razón de la instalación en él de un inusual proyecto en cuanto performance ubicada en territorio despojado de connotaciones artísticas, y, por otro, preñado en sí mismo, como veremos, de referencialidad personal, con una apertura explícita y un guiño evidente hacia una comunidad rural hoy desvalorizada en todos los escenarios donde se juega el destino del sublime moderno.
Conviene, pues, decir ya cuanto antes y referir el hecho singular de que  el monolito y, en verdad, memorial levantado por Florencio Maíllo en un pequeño pueblo de la conocida como  Sierra de Francia se instala definitivamente en lo que es el territorio de lo patrimonial personal; se coloca en el corazón y omphalos de aquello que –dicho en antiguas palabras–, vendría a ser el LAR, el centro mismo de un territorio mediado absolutamente por la biografía genealógica. Así resulta que se conmemora de un modo directamente explícito lo que es el orígen y fuente de toda arqueología personal. Esto es: la gens o prosapia campesina, a la que el artista declara sin ambages y sin maquillación alguna pertenecer en este su gesto de abrazamiento filial y aceptación ritualística del nudo, sello y pacto con el origen.
A un mismo tiempo, el artista tampoco parece que haya querido aquí ni matizar, ni sutilizar tampoco excesivamente los componentes autoafirmativos, las pulsiones narcisistas que indudablemente habitan la realización de un gesto de tal naturaleza titánica, haciendo del monumento una suerte de referencia cerrada que trama con su propia vida, dándose a leer así en el espacio de lo público, como obra de un marcado carácter personal. Biografia sellada, pues, e, incluso, auténtico jeroglífico existencial cuajado en una suerte de monograma y de blasón heráldico, pues de todas estas naturalezas y formaciones simbólicas se reclama producto la obra a la que aquí saludamos y para la que reclamamos larga vida.
De un modo que podemos calificar de atrevido, el monolito, en razón misma de su significativa radicación, desarrolla y estetiza el viejo tema de la linde, de la marca, de los cerrados y las cercas de pertenencia, entrando así en el campo metafórico de la propiedad (de la heredad, más bien; y de la herencia: el asunto sagrado en tradición vernácula).
Ello expresa, ante quien así lo quiera ver, que éste es, también, el emblema señero y el signo patrimonial que ampara una gens, una familia, que eleva así su canto a sí misma, mientras afirma lo que ha constituido el sentido de su travesía por una intrahistoria que aquí finalmente se recoge, se aúna y sintetiza confiriéndole un sentido, al tiempo mismo que su más expresiva insignia caracterizadora.
Un potente efecto narcisista se inscribe así –y lo hace sin mayores retóricas que le restarían la contundencia primitiva y salvaje que al cabo tiene– en lo que es el “rostro” mismo (columna rostrata, se llamaban las columnas en las que se insertaban los trofeos conquistados en el interior de los campamentos militares romanos) de este monumento conmemorativo, de cuya significación comenzamos ahora a hacernos algún cargo.

[III]
                        Entonces tal monumentum, verdaderamente extemporáneo, y, más, por esta muy singular naturaleza operativa y simbólica de que lo creemos dotado, intempestivo casi, en realidad interroga hoy a una oxidada conciencia del arte público, de su significado y relevancia misma, para construir su naturaleza ambigua y sobrepasada en lo que es el seno de una comunidad concreta, la cual vive acaso el drama de su significación en cuanto signo enigmático de un fatum histórico, y, en este caso tan particular, tal vez como jalón de alguna catástrofe silenciosa y como mementum elevado a un mundo que se hubiera vuelto súbitamente inviable, lejano, fabulosamente perdido: el mundo del trabajo en un aislado núcleo de civilidad; el modo último de organización de las energías de un antiguo pueblo en una red de subsistencia, de la que ahora sólo quedan sus insignias, sus emblemas, incrustados profundamente en el cuerpo orgánico de este verdadero totem.    

[IV]
Estamos en el Sur de la provincia de Salamanca. Son tierras desde todo punto de comparación limítrofes; espacios de una muy antigua configuración de la marca hispana, con una complejísima estatigrafia antropológica y una coherencia paisajística, al fin actualmente reconocida bajo la categorialización de “parque natural”.
Territorio en realidad in-compuesto, extrañamente articulado desde que saliera una vez del régimen feudalístico en que vivió durante largos siglos. Espacio que en su constituirse parece con todo no bien entroncado con los senderos de una modernización, la cual ha preferido secularmente en cierto modo bordear esta cápsula temporal y abandonarla a sus propias sinergias, confiándola a sí misma su voluntad de permanencia. Mientras, la misma naturaleza, que allí queda reunida en una suerte de microcosmos, aparece como también librada a sus propios juegos de combinaciones elementales: dando el fuego, los incendios; el aire, su permanente transparencia; el agua sus sonidos, mientras la tierra misma generaba el tupido manto de vegetación que hoy la cierra y  hace a toda la comarca un dominio de lo incultivado y sumamente poderoso y agreste.
 Colindante con las Hurdes extremeñas, la Sierra de Francia ha recibido históricamente un tratamiento indiferenciado con aquella otra geografía mítica, cuyos relieves naturales y espirituales un día captara con su cámara Luis Buñuel, proyectando al espacio internacional y a la historia lo que es un tan viejo como reconocible lugar hispano, y construyendo y dando cuenta por esta vía del mito de un territorio renuente a todo progreso.
Contaminada también por estas lecturas, que se han ido abriendo paso en el siglo XX, y que han operado la desclausura de estas tierras, la Sierra de Francia es uno de los lugares de memoria que articulan una realidad peninsular de vastas y arcaicas raíces. Y ello en razón del mito mismo que propone, pues frente al proceso de urbanización creciente, esta tierra ha elegido secularmente ampararse en una suerte de desertificación (Santo Desierto de San José de Batuecas), dejándose adornar por el silencio, la opacidad, haciéndose por esta vía acreedora de lo que es la corte de otras de las figuras o figuraciones que lo desviado y de-modernizado también alcanza en cuanto lado oscuro: la marginación, el subdesarrollo, la condición no-progresada. Todo ello ciertamente adornado de los efectos inmovilizadores del olvido y de la ruina, aquí administrados con suma prodigalidad.
Eclosión última y casi inmediata a estos días nuestros ha sido también la emigración. El artista del que tratamos ha hecho de ello tema de sus obsesiones, persiguiendo los caminos arduos que trazan las cartografías de este derrumbe emocional de un territorio (Identidades perdidas: tesis doctoral del año 2006). Significación esta última que ahora añadiremos también a cuantas consideraciones quepa hacer sobre este monumento suyo, definitivamente expresivo también de estos hechos de proporciones enormemente significativas, y acaso también dantescas, si nos situamos en lo que es el interior mismo de este territorio o país, que viene administrando los signos trágicos de un lado, y las maravillas y bienes que, de otro, también posee y atesora.
Tierra, pues, en cierto modo abstracta, perdida en el decurso de lo civilizatorio como un episodio de la ruralidad cerrada sobre sí misma. En ese caso, su conversión en centro testimonial de lo que no acaba de pasar es obvia, y ello permite sus rescates actuales, su súbita puesta en valor, a la que en cierto modo hemos asistido en los últimos años, y en medio de la cual se produce ahora este gesto artístico y este trabajo de la remembranza, cuando ya el pasado está hundido y desaparecido, pero queda definitivamente abierta una puerta hacia el futuro desprendido de toda carga, liberado del recuerdo de lo que al cabo ahora hereda. El monumento y pieza de arte construido por Florencio Maíllo es, así, y debe ser leído así, un umbral (¿hacia qué?).
La evidencia de esta última significación valiosa actual, atribuida a unas tierras y a unos paisajes en cierto modo vírgenes,  no puede de todos modos venir a borrar completamente el hecho de que el pasado, lo pasado adopta aquí  una cierta complexión espectral, viniendo a inquietar con el hálito leve de lo funéreo, la configuración misma del presente, que así no se verá nunca totalmente liberado de aquello que lo constituye.
De ahí, adelantamos ahora, la naturaleza también un tanto fantasmática de un monumento como el que Florencio Maíllo ha concebido para su tierra, y que, pensado y ejecutado finalmente en sintonía con las estaciones solares y renascientes del año tiene sin embargo –o tendrá y alcanzará– toda su potencia expresiva en los inviernos lluviosos de la Sierra y en el momento mismo en que la propia obra, con sus filos dañosos, desgarre las neblinas que a su alrededor se condensarán sin duda en el otoño majestuoso de este “Jardín al Oeste”.
La naturaleza exultante de tal demarcación serrana, al recibir hoy una nueva mirada propiciada por el turismo y la explotación organizada de la belleza, es con todo incapaz de ocultar precisamente la entidad alcanzada por un viejo mundo, al que tendremos que determinar como finalmente extinto, al tiempo que designamos al propio monumento como la señal expresiva en que condensa y hace crisis visual tal significativo hecho.
Tal vez, pues, esta columna marque precisamente el momento final –2006– de esa extinción y de ciertos aconteceres y ciclos, y con ello se esté instrumentando una suerte de adiós definitivo a cuanto fue o ha sido a este respecto, viniendo a congelar definitivamente sus atributos y emblemas en la masa pétrea del monolito.
Lo IN-MEMORIAL es, de esta forma, parte de lo también inamovible. Da cuenta de que, en efecto, lo pasado, pasa (y aún se diría más: debe pasar), pero al pasar, al darse por concluido su peso y acción en la historia, entonces de algún modo también se queda, se paraliza y se condensa, de todo lo cual creemos que da cuenta puntual este monumento rural y altivo que nos espera enclavado en el corazón mismo de la Sierra de Francia.
Un cierto tono elegiaco exhala en todo caso de los paredones caídos por doquier, en esta geografía en otra hora trabajada y activa, y cuyos instrumentos de labor parecen hoy sumergidos en el aqua micans de la columna; vitrificados y como congelados en el tiempo. También las mismas percepciones se levantan  por todas partes de las viejas almazaras abandonadas, de los molinos de rotas aceñas, desprendiéndose por todo el contorno de este ámbito un aire de suave melancolía, que es el que ahora envuelve como un sudario la arcaica vida campesinal, y con lo que finalmente creemos que el monumento sintoniza.
El canto de la tierra, su mismo resurgimiento esplendoroso todas las primaveras, cubriendo con renovados tapices el texto escrito por generaciones de hombres marcados por un tipo de trabajo cíclico y continuamente igual a sí mismo, no puede con todo ocultar que cuando algo se alza es sobre algo; y este “algo” es en este caso sobre el légamo y el legado de una cultura de perdida antropología.
La resemantización del territorio acaecida aquí como en otros tantos lugares –y en medio de cuyo proceso transformativo nos encontramos– demanda pues que los vigilantes de las comunidades puedan con todo construir la representación de lo finalmente acaecido, oponiéndose así con este gesto a la virtual neutralización del pasado por el presente en nombre de algún futuro. O, al menos, reteniendo por un momento su imaginario en plena desconfiguración, captado en el momento mismo y preciso en que pierde sus figuras y figuraciones. El monumento es, entonces, un texto (¿qué dice?).
La geografía aquí es vasta y plural, y la orogénesis de tales dominios donde se asienta el macrolito se haya barrocamente plegada, remitiendo a un esfuerzo teúrgico que el artista ha procurado también remedar en su obra de conmemoración, marcada en cierto modo por el signo de la desmesura y del desafío.
Estamos, pues, en el corazón de la Sierra de Francia. En un pueblo denominado Mogarraz, con una implícita referencia árabe, pues al depósito ancestral de estas comunidades no les faltan unas gotas de savia morisca que, en efecto, dejaron huellas sobre los territorios en donde vinieron al cabo a dar en sus desplazamientos forzados. 
Es este el escenario elegido por este artista plástico para materializar un débito al origen largamente demorado, que ahora permanecerá entre nosotros, precisamente debido a ese gesto de retención que aquí se ha consagrado explícitamente. Dejemos nosotros aquí lo que son sus precisas coordenadas:

784 metros de altitud
Longitud Norte:         40º 29,581´
Latitud Oeste:              2,951´

[V]
A propósito de lo aquí erigido, pensamos en la columna, en toda indistinta columna, como la pieza, el lexema central de los vocabularios de lo constructivo. Ella es el elemento sustentante por definición; el soporte de cualquier edificación en su alzado.
Y, sin embargo, la columna es, ha sido también, otra cosa, porque liberada de su contexto edificativo (de su puro ser sustentante y tectónico) adquiere, cuando pierde aquella su primitiva finalidad, un sentido que excede en mucho todo destino funcional al que parece condenada en los grandes empleos fácticos.
Así rescata la exhibición rotunda de la columna aislada, sino la seguridad del orden del discurso al que naturalmente pertenece,  sí la proyección de una inquietud, de un marca de desasosiego, pues el espacio en el que la columna exenta trabaja es, siempre, de la categoría de lo incierto, lo que le ha permitido desde siempre venir a representar, bien lo Sagrado, bien lo Político.
 La vieja seguridad (y estaríamos tentados de decir aquí que el viejo orden también) se quiebra a favor ahora de lo interrogativo, de lo enigmático, de lo sobrecargado de significación y despojado paralelamente de uso, significados todos que podremos ver reconocidos en este monolito que desnuda y altivamente se eleva en el límite mismo de este pequeño caserío de la Sierra de Francia. Podría incluso llegar a decirse que lo que aquí se alza, en realidad, para nada se alza, si no pensáramos que su significación, retirada de todo uso y función, se inscribe enteramente en el campo de la simbólica, en donde esta columna cosecha por ahora todos sus frutos ferruginosos.
Este es el origen mismo del objeto en cuanto sacral o simbólico: aquello que ha sido rescatado a todas sus funcionalidades posibles en aras de otra misión, sobre la que, para el caso de esta columna de la Sierra de Francia, no tardaremos en interrogarnos acerca de lo que podrían ser sus claves últimas.
Del espacio de la arquitectura, la columna, exenta, pasa al espacio al dominio de la celebración y del rito; autodestinándose a una funcionalidad meramente simbólica. Lo que equivale a decir que, negando su inscripción en cuanto evidente pieza del vocabulario de la arquitectura sustentante, se remite ahora a un más libre ejercicio estético: el que la reescribe como obra perteneciente al campo mismo de la escultura, la primera tal vez entre las Bellas Artes.
            Podemos entonces pensar, y hacerlo a propósito ya de esta columna de la Sierra de Francia, en aquella operación sustantiva que convirtió las columnas de las edificaciones romanas en el desierto de Qumram en cuanto lugar significativo de una nueva praxis religiosa: la que vinieron a llevar a sus extremados modos los santos de las inmovilidades y las renuncias, los estilitas, subidos a sus plintos y basas, suponemos que para, por un lado,  elevarse sobre la misma condición terrenal y baja y, por otro, sin duda, también para acercarse a un imposible y lejano cielo por el que venían clamando.
La columna  alcanza así, en estos que son verdaderamente sus primeros contextos y andanzas de su propia historia independizada de la arquitectura donde había nacido, su expresividad mayor, y lo hace  refiriéndose a sí misma, desprendida de todo edificio o correlato constructivo y autoconsagrádose entonces, en efecto, como portadora (pero no ya de peso alguno, sino más bien de una significación; es decir: de un sentido).
Así se realiza el objetivo operativo mayor de una escultura en busca de su mayor independencia y autonomía: el desplazamiento. Pues, en efecto, tal obra erige y afirma su autoridad por medio de la renuncia a su lugar o lugares monumentales tradicionales. El desplazamiento margina la obra. Por ejemplo,  la hurta a la mirada de los expertos, literalmente la entierra en el espacio profundo donde tuvo en todo caso su origen innominado. Al devolverla a esta comunidad impropia o refractaria al circuito de la mirada experta y evaluadora y, en general, al rescatarla del trayecto canónico por el que suelen atravesar las llamadas “obras de arte”, la hace parte sustancial de esta otra tradición, de este “otro” mundo, ajeno a la esfera de la estética autónoma, y aunque silencioso y apagado, no ciertamente del todo muerto: la ruralidad española.
Obra y lugar; presente y pasado; artista y comunidad se reconocen y reconcilian, pues, en este monumento agreste, selvático casi, y, en todo caso, campesinal, definiendo un espacio singular y una pieza de exótica concepción y factura brutista.  
Este es el tipo de columna a la que deseamos referirnos en sus proyecciones simbólicas, y que ha sido genealógicamente  construida por Florencio Maíllo, y terminada en todas sus fases el uno de mayo del año 2006.

[VI]
Extraña columna esta (no menos que aquellas otras, las de los primeros estilistas suspendidos interrogativamente entre cielo y tierra), que se encuentra como clavada en el omphalos mismo de un territorio circunscrito y altamente caracterizado, sin que por el momento hayamos precisado todavía en qué.
En efecto, la elevación de tal monumento peregrino se realiza ajustadamente en lo que podemos suponer es realmente el centro espacial de una comarca legendaria. La obra en sí misma, en su desenvolvimiento factual, y a pesar de su complejidad estática, no sufre avatares, ni dilación alguna: las fases del proyecto, inopinadamente iniciado en el curso del año 2005,  se cumplen sin retardos, ni dilación alguna ofreciendo testimonio de una urgencia (¿de qué?).
El trabajo de elevación completo se ve ejecutado finalmente y en su totalidad en los comienzos mismos de una primavera del año 06; primavera que, por otro lado, siempre llega retrasada a estos dominios. ¿Habría una urgencia específica de marcar este tránsito estacional? ¿Habría necesidad íntima del monumento en consagrarse al comienzo del ciclo productivo y primaveral, como es, por lo demás, costumbre inveterada en estas tierras para toda clase de labores y empresas?
La obra terminada se divisa como un unnicum, no conocerá otro igual, ni ningún otro remedo vendrá a ofrecerle competencia en el territorio desde este momento circunscrito por su autoridad visual, que se proclama exclusiva y sin competencia alguna en los alrededores. Así se elude aquí la cualidad seriada de muchas intervenciones artísticas en la actualidad.
Incidentalmente, lo elevado niega aquí la vinculación y filiación vanguardista con lo que sería la columna exenta más célebre de la historia del arte contemporáneo: aquella que ideara Brancusi y cuya primera emergencia datada la remite al año en que finaliza la Primera Guerra Mundial (1918), y que el propio artista, eligiéndola como una suerte de cifra y número áureo de su trabajo,  repetiría incansablemente en todo tipo de materiales, y también de alturas, pues se basaba en un módulo que en su propio bucle en semejanza con la cinta de Moebius, ofrecía y sugería la  imagen materializada  de una  combinación que se eleva infinitamente: la colonne sans fin. “Columna sin fin”, ciertamente.
En este caso, que es ahora el de la columna construida por Florencio Maíllo, la composición de este otro monolito o árbol de una floresta petrificada, lo designa como de una organicidad indivisible, como un magma en donde no fuera posible establecer cortes, secuencias, módulos. Toda memoria consolidada y toda traza de estrías, de fustes y volutas ha sido aquí conscientemente aniquilada. Al tiempo, el movimiento helicoidal que toda columna esboza en su dinámica íntima se transforma aquí en un objeto fuertemente cosificado, en una fosilización que ha cortado en seco el devenir del monolito en columna torsa, en columna construida según el arte.
Con ello, el monumento construido por Florencio Maíllo se precipita en el desorden, en la anomia, en la ruina, en un grotesco telúrico y, finalmente, en la imagen dialéctica de cierto desmoronamiento en el que se desarticula por completo su fuste, generando una visión monstruosa y quimérica de un capitel que cita de modo exagerado la forma antropomórfica que utilizó el gran Diego Sagrado en su obra teórica sobre los órdenes de la arquitectura.  
Nacida de sí misma, la elevación gigante no conoce estratos visibles; no articula elementos que puedan ser estructurados en períodos genéticos, en funcionamientos modulares; no establece distinciones cartesianas en la masa pétrea que por lo mismo se eleva con una contundencia, hallando su plena razón de ser dentro de sí misma o, más bien, dentro del propio concepto que la sustenta. Los órdenes clásicos aquí cancelados, no dejan huella alguna de sumisión a la tradición más clásica de la columna, cuyo recuerdo mismo se convoca aquí en cuanto suprimido, totalmente impropio para la representación de los signos identitarios de las comunidades lejanas de la polys, de la cultura urbana.
La propia elevación de esta columna–con una altura por encima de los diez metros–, nos recuerda de nuevo aquella otra “columna sin fin” o “columna del cielo” en lo que fue el primer emplazamiento que recibió a cielo abierto fuera del taller de Brancusi. En efecto, La Colonne sans fin o la “columna infinita” adquirió una nueva dimensión cuando fue instalada en el jardín del fotógrafo Edgard Steichen en Voulangis, allí es donde dejó de ser definitivamente una obra de taller para convertirse en parte integrada de un proyecto de arte en la naturaleza. Allí también comenzó su imparable crecimiento, su sueño utópico de alcanzar un cielo.
No serán éstas, en modo alguno las determinaciones presentes en esta otra construcción de que tratamos. En ella, frente a la ligereza de los materiales puestos en marcha por las más desmaterializadotas operaciones de la transvanguardia escultórica (que eligen significativa y abiertamente trabajar lo traslúcido, lo etérico, y convertir de algún modo la gravedad en pura luz), opta sin concesiones ahora por una arcaica, casi mitológica, pesadez estructural.
La modernidad, que es, y es sobre todo, ironía, no queda en modo alguno evocada en este tal monumento, que suprime de raíz toda connotación gaya y festiva para concentrarse en una suerte de destartalada solemnidad, en una nobleza severa y pobre.
Estamos, pues, ciertamente ante lo que es la resolución material de una cuestión de gravedad, de peso (tanto como frente a una grave cuestión; asunto de gran pesadumbre).
El vástago de hierro que adivinamos profundamente hundido en la base organiza el necesario sostén para todo aquello que de él, literalmente, va a colgar. Un árbol de hierro en cierto modo se oculta y disimula gracias al hormigón que lo encofra. El esqueleto, pues, es fuerte y seguro debido a las soldaduras que recorren tal osamenta férrea, que pronto –cuando las aguas retornen en sus ciclos particulares– destilará sus óxidos letales y su verdaderas lágrimas de hierro.
Las articulaciones de ese poderoso interior o “alma” del monumento aparecen pues unidas por el fuego elemental de la llama azulada que ha dado el soplete. Tal costura y cirugía radical de la autógena remite directamente a las fraguas arcaicas serranas, de las que el artista, por otra parte,  desciende por vía paternal y directa. El monumentum  es producto singular de un muy arcaista “Taller de Vulcano”
Al cabo, el monumento, que es árbol de hierro (“árbol primordial”; “árbol cósmico”), también mimetiza en su final forma esta figuración alentadora y moral que los árboles de siempre vienen entregando, en cuanto que ellos son cifra de todo lo que crece de sí mismo y enraizándose se asienta, durando y permaneciendo, lo cual es metáfora del propio esfuerzo y trabajo de la significación, de la energía que restaura la idea de una fecundidad propia que hay que extraer como de un pozo, de un sí mismo o interior oscuro.
Y, sin embargo, esta referencia al árbol, no es tan inespecífica o genérica como acaso pareciera ser. Pues el monumento mimetiza de un modo consciente al que es, entre todos, el tal vez más poderoso y evocador de lo árboles. Esa misteriosa (y “egipciática”) palmera, que ha simbolizado tradicionalmente el valor de lo que resiste, el homenaje a la fuerza de aquello que se alza para dar testimonio de su propia energía interior.
Los barrocos reflexionaron sobre el significado que dar a esta forma escultórico-natural de raro equilibrio y misteriosa exornación que es la palmera, a la que le atribuyeron una peculiar metafórica, elevándola a la condición de ser una especie de imago alegórica de la moral del sacrificio y del dolor que triunfa y se muestra sólido.

ONERATA RESURGIT

Leemos en los antiguos tratados de literatura simbólica, y ello predicándose precisamente de la palmera. Y, en efecto, nosotros ahora encontramos también que esta otra palmera mineralizada, creada por el artista Florencio Maíllo, también puede quedar circunscrita en todos sus significados por ese lema iluminador y significativo a todos los efectos. Pues, verdaderamente: onerata resurgit; es decir, y libremente traducido: aun cargada del peso, resurge y se alza. En efecto, lastrado por los graves pesos del recuerdo y de la memoria, la cual resume y condensa, pese a ello el monolito se alza mientras sostiene una memoria material, y, al sostenerla, la mantiene en cierto modo viva, haciéndola presente en el medio mismo del presente (al tiempo que la proyecta hacia el futuro, hacia el porvenir, en el seno del cual ha sido erigida).
El túmulo construido por Florencio Maíllo, obsedido y limitado por el hecho de su propia pesantez (10 toneladas de piedra y hierro fundidos), desdeña el ritmo y niega las ventajas de las cadencias y las repeticiones sinuosas y hasta ingrávidas, que fueron a su vez determinantes en la concepción (mucho más aérea y grácil) de la obra de Brancusi, de la que el propio artista decía que era una suerte de letanía, de plegaria de períodos repetitivos y monótonos que se alzaban al cielo.
 El gesto modular, reticulado, de Brancusi, en que reposa toda la modernidad de aquella pieza pura y geométrica, nada tiene que ver y ha sido sustituido en esta otra opus, también singular, por un torrente matérico, súbitamente mineralizado. El orden de aquella otra pieza en la historia del arte y la escultura se ha transformado, en esta otra construida en el Oeste peninsular, en lo que es súbita concreción de un vector volcánico, generando, en realidad, un fluido de cuya naturaleza abiertamente espermática conviene también tomar nota, y ello en razón de la explicitud con que esto último se manifiesta, concediéndole a la figuración gran parte de su fuerza fisiognómica.
Lo que ahora se eleva en esta pequeña comunidad rural de la Sierra de Francia conecta desde luego con viejas figuraciones que proceden del folklore lejano, y que, incluso, en clave menor, está citando la imagen mitológica de una columna o basa que “sujeta” la bóveda del cielo. Sólo que aquí tal cielo es sólo el propio cielo, la propia esfera que cierra este mundo completo y autosuficiente en sí mismo hasta hace pocos decenios. Por lo tanto, axis mundi, sí; centro localizador del sostén –no del, sino– de un mundo, con lo que, en último extremo y finalmente, la obra de Florencio Maíllo viene a conectar con los restos de las culturas megalíticas que, aquí y allá, han dejado algún signo sobre estas tierras.
Esta otra columna de naturaleza tan dispar a la que servimos, y sirve este escrito, de verdadero exergo y suplemento textual,  es, pues, en realidad, un gesto totalitario cuya contundencia no admite fracturas, momentos en su venir a hacerse o a concebirse. El impulso unitario la subyace recorriéndola en toda su longitud, mientras la determina en una forma que remite finalmente a la del agua que, bajo la presión, se eleva, como dice el poeta, “devanada a sí misma en vano empeño”.
Sin emsamblage alguno (o al menos disimulando su entidad anfibia, reunida, mezclada), lo que aquí destaca es la cualidad orgánica y sumergida que las piezas exentas de los vocabularios del trabajo rústico reciben, acogidas en una suerte de líquido amiótico, donde hacen cuerpo con él para el resto de los tiempos
La columna, entonces, (o lo que equivale a decir: el deseo de articular con fuerza un paradigma de conservación), se vuelve aquí gesto mayor, designando el axis simbólico donde proyectar una significación largamente retenida, y en parte olvidada por una comunidad que necesita de los artistas para levantar sus señales de identidad, sus identificativos heráldicos, pues sólo en aquellos permanece efectiva la voluntad de representar el drama de los tiempos.
La verticalidad, en cuanto forma ancestral de la organización del espacio por el artista, cobra aquí toda su eminencia, podemos suponer que largo tiempo retenida ella misma también, no hecha visible, al menos de manera tan explícita en cualquiera otra manifestación posible a las que su constructor, Florencio Maíllo, se ha entregado en su evolución artística, primero como pintor y ahora como arquiescultor.
El proyectista y fabricador de tal monumentum tanto da a expresar en él la metáfora final de una tierra agotada sobre sí misma, que elabora su presencia y deseo de impronta sobre una categoría que es central en su propio y personal imaginario (aspecto éste sobre el que nosotros, por el momento, enmudeceremos).
A ambos rinde, en todo caso, un extraño y desmedido homenaje, que hoy llama y provoca a su vez este intento de conceptualizarlo, de hacerlo, sino ya más visible, al menos, sí, más legible.
La cualidad erecta, erigida del monumento, no puede de otro lado engañarnos sobre el sentido verdadero que la operación exhumativa tiene. Pues, en efecto, lo aquí alzado es, sin más, lo que un momento antes aparecía caído o decaído de su antiguo estatuto. El monumento marca pues, y habremos de decir que lo hace muy sutilmente, una trayectoria decadente por medio de lo que es su completa inversión simbólica. El in-memorial lo es, entonces, a (o de) una caída (en el tiempo).Y es de aquí de donde, sin duda, surge lo que es una postrera identificación que habremos de establecer con la columna sin fin brancusiana, cuando ésta adopta una de las que serán sus configuraciones más significativas: la levantada en 1938 en Tirgu Jiu, Rumanía dedica a los soldados caídos en 1916. De este modo, el memorial es, también, y de manera translaticia: osario.
Obra de recolección y aun de cosecha, debe remitir, por un lado, y con nostalgia activa, al momento en que las formas ferradas, la faramalla que recubre y forma el exoesqueleto de la pieza, fueron partes eficacísimas de los vocabularios del trabajo y de la vida común: con ellos un mundo pudo ser modelado. Pero el monolito marca o apunta aun más precisamente a otro momento, éste, sin duda, decadescente: a un origen en el deshecho del material mismo, aquí de nuevo reennoblecido por la nueva estrategia resurreccionista que se le ha aplicado. Con ello se bloquea el acceso simbólico a las implicaciones comunes que hacen derivar siempre un monolito hacia el lado de la ascensión, del vuelo de la trascendencia. 
En realidad, el monolito cumple con la todavía más arcana y contradictoria figuración de ser un pozo invertido; algo formado por el relleno mismo de lo que se arroja a la cavidad honda de esa palabra también muy “honda” que es: pozo. Se trata, para el IN–MEMORIAL,   de una suerte de oscuridad levantada ahora hacia una incierta luz. 
Lo que podría pasar por ser lo erigido, lo alto, no es más que el resultado de la exhumación, de un rescate operado en los estratos del tiempo. Lo ahora aéreo no nos debe engañar sobre lo que, al cabo, es la evidente dimensión subterránea de lo que se exhibe.
Es lo enterrado, lo perdido, lo oculto y borrado de la superficie lo que aquí se dispone ahora en el IN-MEMORIAL logrando un quiasmo, una figura de paradójica contraposición interna, dado que en ella se ha producido una suerte de rotación mediante la cual lo que tiende hacia abajo y lo que está caído por fin (y al fin) se levanta.
Estamos ante el corte estatigráfico supuestamente realizado sobre un acumulación de detritus y ruinas objetuales de un tiempo ido.  Es esta la realidad del monumento, que consagra entonces de manera enigmática en sus aras la memoria de otros días, de otros eras precipitadamente cumplidas y en realidad convertidas en los fragmentos arruinados que deja tras de sí el fuerte viento del progreso.
El carácter vibrátil que de lejos adopta el monolito insiste más, si aún cabe, en esta connotación compleja, pues, en realidad inmóvil, parece después de todo flamear, alentar y en definitiva “respirar” como lo hacen las brasas y filos de un recuerdo que se resistiera al definitivo desvanecimiento.
Jeroglífico personal; señal nobiliaria de gens o familia; alusión a toda una época histórica de ciclo vencido; homenaje a las voluntades; confesión de amor a una tierra, todas estas significaciones (y, junto a ellas, otras que nos resultan opacas y secretas) alientan en esta pieza y obra  singular, de la que, en un esbozo o apunte crítico producido por la cercanía al espíritu mismo de tal signo, de tal tierra (y, claro está, de tal artista)  hemos querido dejar también alguna memoria.  
                                               EXEGI/MONUMENTUM/AERE/PERENNIUS


(Salamanca. Últimos días de mayo de 2006)






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